Leía esta mañana en el blog de Guillem Recolons, un post muy interesante sobre el edadismo. El artículo en cuestión se titula «Cuando hay propósito, no hay edad» y os recomiendo su lectura, o bien escuchar el podcast. Y pensaba: ¡Qué lata lo de la fecha de caducidad! Si, porque vivimos en una sociedad que asume que la edad nos limita. Y no es verdad.
Guillem pone algunos ejemplos de personas que, «teniendo una edad», siguen activos/as haciendo escuela de su sabiduría, sus conocimientos, su bagaje personal y profesional. Y como éstas personas, decenas, cientos más. Sabemos la edad de un coche por su matrícula. La fecha de fabricación de un electrodoméstico, de una lata de conserva o de un producto, por su fecha de envasado. Tenemos claro que debemos darle salida a un comestible porque tiene una fecha de caducidad implícita en su envoltorio, no hablemos ya del producto fresco o congelado que aguanta, fuera de su espacio natural, lo que un pastel en la puerta de un colegio. Pero me parece injusto el edadismo, esta fiebre, esta etiqueta que las personas «adultas» llevan/llevamos en la frente, en la muñeca, en las arrugas, en los párpados o en la postura, tatuada sin tinta ni color.
Y lo gracioso es que, en muchas ocasiones, esta marca a fuego, nos la imponen las generaciones más jóvenes, esas que se frustran, lloran, se encierran o deprimen porque la foto de Instagram que han subido solo tiene 10 likes en lugar de 20. Algunos, insisto. No todas y todos.
Cualquiera puede ser «mayor» (que lo de viejo suena aún más peyorativo), y sentirse con ganas de hacer cosas y ponerse al mundo por montera. Es una cuestión de espíritu, de mente. De aprender y conocer.
Mientras sigamos aprendiendo, la mejor etiqueta que podemos llevar es esta:
«Nadie es tan viejo, como los que han sobrevivido al entusiasmo»
Henry David Thoreau