Voces. Golpes. Quejidos. Llantos. Puertas que se cierran. Lágrimas. Silencio. Esta es la frecuencia de ruidos que durante unos meses los vecinos de mi bloque hemos tenido cada fin de semana. Eran jóvenes. Educados. Estupendos. Los veías en la piscina, en el ascensor del edificio, en la puerta del garaje. Una pareja más. Pero los fines de semana aquel rostro educado, correcto, amable se convertía en un huracán de despropósitos. Insultos, gritos, amenazas, golpes, carreras… Era cuestión de minutos. El marido explotaba. Ella pedía disculpas. Entoces el golpe seco. Silencio. Los vecinos golpeaban la puerta. Pedían explicaciones. Incluso alguna vez hemos llamado a la policía. Pero ella salía a la puerta, pedía disculpas. Todo volvía a la normalidad hasta el siguiente domingo. La paz se volvía guerra. La batalla se había perdido. En mi casa el escalofrío recorría cada metro cuadrado. Y me preguntaba: ¿Qué puede llevar a que este chico agreda a su pareja? ¿Qué motiva esa terrible humillación, esa beligerante actitud? ¿Cómo se puede maltratar a alguien a quien quieres así? Tan sólo quedaba subir el volumen de la televisión. Y esperar. Al silencio.
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