Llega un momento en el que hay que parar. No es normal. Más de dos meses sin tener un fin de semana sin actividad. Para no hacer nada. Y los próximos dos siguientes pintan igual… ¡O peor! ¿Qué estamos haciendo con nuestras vidas?
Ayer, mientras fumaba un cigarro con familiares de mi marido, en un momento de calma tras un fin de semana de intensa actividad, difícil, dura, triste…, comentábamos cómo había pasado el año. ¡Volando! Llega otra Navidad (rara, eso sí), y pronto tendremos la Semana Santa, y después los puentes de Mayo; y luego el verano -que pasa como una exhalación-; y de pronto la vuelta al cole; y luego Halloween; y sin darte cuenta Navidad otra vez… Viajamos en AVE para aprovechar el tiempo cuando nuestra vida es nuestro particular tren de alta velocidad.

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Y entonces, cuando la autopista se acaba, en algunos casos no podemos ni reflexionar cómo ha sido ese viaje de 365 días a la velocidad del AVE. Y si tenemos la osadía de pensar en lo dejado atrá, nos proponemos que el año que viene haremos las cosas de otra manera para bajar la actividad, frenar la intensidad, y reducir la velocidad de las cosas.
Es entonces cuando nos engañamos. Una vez más. A la velocidad de la luz.