Acabo de llegar a Madrid y ya estoy echando de menos la noche del viernes y el sábado. Y en estas dos inolvidables noches con sus días, he llegado a una (tonta, pero real) conclusión: pagamos por el descanso, compramos el silencio.
Sí, es así de triste, poder oír el silencio, aislarte por completo de esa realidad que es el día a día, hacer oídos sordos al ensordecedor ritmo de la cuidad, implica tener que comprarlo. Es necesario invertir un tiempo y cotizarlo para desaparecer de la gran ciudad, para perderse en recónditos parajes en los que puedas oír el silencio, contemplar la oscuridad de la noche y recordar que existen estrellas, cometas, galaxias… ¡hasta una estrella fugaz vimos! Incluso la sinfonía de grillos, cigarras, búhos o murciélagos, se conjuró para que, cuando apagué la luz y tocaba planchar la oreja, todo se paralizara, enmudeció…
Por la noches, el tan deseado silencio iluminado por estrellas como luceros; por el día, el sol iluminando el paraje con banda sonora de agua y cigarras. Y todo eso acompañado con la mejor de las compañías, y aderezado de la lectura de un estupendo libro que me recomendó mi compañera Marta: “La Sensación de Fluidez” de Juan Carlos Cubeiro, que termina con esta maravillosa cita de Luis Racionero: “La vida no es un problema a resolver, sino un misterio a experimentar”.
Y a medida que nos alejábamos del paraíso del silencio, nos sumergíamos en el mar de los ruidos y las disonancias, y poco a poco el humor cambiaba, el ritmo se aceleraba y la realidad volvía a su ser.
Beethoven dijo: “Nunca rompas el silencio si no es para mejorarlo”. Espero poder ahorrar para tener que seguir comprando un poquito de silencio… ¡aunque sea una vez al año, el precio lo merece!