Que el tiempo nos come la vida, es una máxima que no voy a descubrir a nadie. Que no haya tenido ni un minuto para actualizar este blog desde el pasado 23 de abril, confirma las semanas de locura que llevo a mis espaldas. Parece ser que el sol despunta sobre el horizonte y pinta (eso espero), un poco más de tranquilidad.
Y entre líos y más líos este año he pasado «de puntillas» por Eurovisión (no pude ver/celebrar la Gran Final en directo por motivos de trabajo). Eso no quita para estar a la última de las canciones, los rankings, apuestas, favoritos, menos favoritos y sus cuitas. ¿El resultado? Merecido -aunque no perdonaré a los eurofans que se cargaran en la primera semifinal a Bélgica-, y el previsto. Una vez más existe esa diferencia entre la ley de los elegidos y el deseo del pueblo (en este caso el público que votaba). ¿Qué punto de conexión tiene el jurado con el pueblo? ¿Son los jueces árbitros imparciales de la realidad? ¿Es el pueblo/público capaz de dejarse llevar por sus emociones y ser objetivo con sus decisiones? La realidad política está en la calle. Las decisiones de los poderosos colisionan con las necesidades del pueblo. El votante habla. El político grita. Al final hay un entente cordiale, pero mientras que ambos no simbioticen en un match casi perfecto, la realidad de la calle crujirá en los techos de las instituciones públicas como los forjados de madera de un caserón abandonado.
El show debe continuar. Israel se prepara. El resto tirita. Europa ya no es Europa. El mundo pide a gritos una realidad tan global, tan integradora, tan potente como Eurovision. ¡Larga vida!