Todos los pasajeros siempre nos quedamos sorprendidos por la paciencia, la entereza, la atención y las formas, no solo de los padres hacia las personas mayores que les ceden los asientos, sino de los niños y su ejemplar comportamiento hacia el conductor con un “¡buenos días!” orquestado, un saludo a aquellos pasajeros que nos reconocemos las caras cada mañana, etc. La madre atiende pacientemente a las demandas de sus hijos, con preguntas de esto y lo otro, inocentes cuestiones sobre las ropas, los usos, las modas y las característicos de aquellos que, para ellos, debemos ser marcianos.
Y entonces cada mañana me acuerdo de lo que significa ser padre, de esa impresionante carga de trabajo, esfuerzo, y tesón que significa criar a un niño, hacerle de provecho, guiarle hacia eso que se llama ser un adulto. Me emociona ver a esa madre y a ese padre criando a tres vástagos en una sociedad tan cara y competitiva como la nuestra. Mi capacidad de inserción en las vidas de esta me familia me hace pensar en el corto trayecto, las cuentas de que implica criar a tres niños, mas hipoteca, más vivir…, o nóminas altas o una capacidad de estirar el monedero digna de un analista financiero. Obviamente los padres trabajan y seguro que hasta la noche no pueden departir atropelladamente las vicisitudes del día. Pero lo que más me produce curiosidad es el método de educación que estos padres utilizan hacia sus hijos. ¿Por qué estos niños sí, y otros no?
Pero luego acontece que los niños se convierten en jóvenes, en adolescentes, y quizás todas esas enseñanzas, todos esos modales, todas esa buena educación recibida y visualizada (no hay mejor ejemplo que el que se respira en casa), se viene al traste, se diluye, se esfuma como el humo de un cigarro al salir de la boca, y la educación muta perversa en un comportamiento raro, casi obsceno e irreverente con el que muchos adolescentes (y niñas y niños cargados de espinillas) esgrimen como parte de su idiosincrasia: estoy creciendo y te vas a enterar. Me parece preocupante el deterioro atroz, continuo y salvaje con el que los jóvenes escolares y futuros adolescentes tratan a sus padres, a sus compañeros, a las chicas, a los mayores, a las autoridades, al resto de la sociedad. Es alarmante cómo su ley se atribuye al ver como solo el que impone su orden y establece su trono (como gallo de pelea cacareando frente a las gallinitas que se obnubilan ante su pavoneo), es el verdadero triunfador.
Que niños de 13 años violen a una niña, que chicas de 14 apaleen a una estudiante inmigrante, que machitos de 15 asesinen a una joven, que adolescentes quinceañeras se disfracen como fulanas para atraer al matón de turno, que niñatos de 16 insulten y desprecien a sus padres, insulten y agredan a sus profesores… que todas estas cosas ocurran y vivamos impávidos ante este desmorone de la sociedad y sus valores, no traerá más que serios y gravoso problemas a las generaciones futuras. ¿Cómo serán sus hijos?
Por eso me gusta subirme a ese autobús. Por que confío en que estos niños (y muchos más como mi sobrino o los hijos de amigos y conocidos que configuran ese paraíso en vías de extinción) no cambien y puedan aplastar con sus formas al ogro de la pubertad. Estos infantes me transmiten cierta paz en la mañana. Ya llegará la tarde cuando tras la vuelta del cole, el autobús viene plagado de imberbes insoportables con los móviles atronando “bacalao” (pero es que no se atreve a decirles nadie que utilicen auriculares) y sus gritos y sus palabrotas y sus exabruptos me enervan de tal manera que me hagan añorar en un Herodes contemporáneo que azote sin alevosía a semejantes brotes de sordidez y mala educación.
Quiero pensar que lo que dijo el novelista Graham Greene puede llegar a ser cierto: Siempre hay un momento en la infancia en el que se abre una puerta y deja entrar al futuro. ¿Cuándo llegará ese momento?