Vivimos sometidos a una constante programación. Desde que amanece el día, hasta que depositamos nuestro cuerpo, en la noche, en el sofá o en la cama, la jornada se diseña como si fueres una grilla de programación. Programamos el despertador para levantarnos, el microondas para calentar el café (o la inducción si eres de hacerte el café fresco cada mañana), el horario de coger el transporte público o el coche (para evitar atascos). Programamos la emisora, el podcast o la playlist que deseamos escuchar. Nos programan el fichaje en las empresas. La agenda del día. Las reuniones. Los Teams, Zoom, Meets o las presenciales. Tenemos un turno de comida programado (y ¡Ay como te salgas de él! El office está completo). Las pausas para un cigarro. O del segundo, tercer o cuarto café. Programamos las citas del médico, el gimnasio, la piscina… Buscamos un hueco para programar el paso por el super -camino de casa-. Programamos con mucho tiempo los viajes, las vacaciones, los hoteles, los vuelos, los trenes… Buscamos en el maremágnum de la agenda, huecos para programar una cena con la pandilla, o una excursión al campo. Todo, o casi todo, tiene una fecha, una hora de comienzo, y de expiración.
Lo espontáneo, casi se penaliza. Somos pasto del código que otros manejan. Nos programan las noticias, los mensajes, los libros que queremos leer, las películas que podemos ver… El algoritmo nos maneja como títeres sin alma. Y, muy a pesar nuestro, nos sentimos cómodos en este diseño de las cosas. Nuestro orden depende del orden de otros, incluso del orden mundial.
El informático y maestro de la computación, Alan Perlis dijo que:
«Un lenguaje de programación es de bajo nivel, cuando requiere que prestes atención a los irrelevante»
Alan Perlis (1992-1990)
Está claro, que los diseñadores de nuestras experiencias programadas, fueron de aprobado raso.