El tiempo vuela. Los días se desvanecen. Las semanas se convierten en trayectos cortos en los que el fin de semana es como el camino entre las paradas de Lleida y Tarragona. Sin inmutarse. Ya estás recogiendo la maleta para Navidad cuando tienes que preparar la de Semana Santa. Verano. Y otra vez Navidad. Y cuando esos 60 segundos, 60 minutos, 24 horas, 365 días del año se consumen, esa sensación de… ¡Pero si no me ha dado tiempo a nada! Y entonces el plan es intentar darse cuenta de lo que no nos ha dado tiempo.
El resultado: vivimos como «vacas sin cencerro» (Almodovar dixit). Que de vez en cuando necesitamos un pequeño establo en el que encerrarnos y disfrutar de las pequeñas cosas: un libro, un té, un silencio, una cena con amigos, una tarde de cine con los sobrinos o ahijados, un paseo por el parque o una siesta haciendo piececitos con tu pareja.
Grandes cosas que el tiempo te roba, y la necesidad de robarle al tiempo, espacio y tiempo para poder hacer pequeñas cosas. ¡Me encantaría un día -pero quizás solo uno- sin horas! Yo decidiría cuándo levantarme, cuándo trabajar, cuándo acostarme, cuándo leer, cuándo ver Netflix, cuándo fumar, cuándo perder el tiempo y cuándo no decirme a mi mismo, cuándo.
Imagen de Daniel Arsham