Ayer fuimos a dar una vuelta por el Barrio de Salamanca. A asomarnos a las rebajas y aprovechar algunas compras que teníamos que hacer. Como siempre que la climatología lo permite, bajamos andando hasta casa. Al llegar al cruce del Paseo del Prado con la Avenida de la Reina Cristina (o sea, frente a la estación del AVE, en Atocha), una pareja de jóvenes que caminaban abrazados, se pararon junto a nosotros a esperar a que el semáforo se abriera. Entonces él se separo de su chica y le dijo: «Se muy bien lo que quiero en la vida. Pero ahora no tengo ganas para empezar a lograrlo». Le dio un beso, y volvieron a abrazarse. El semáforo se abrió y continuamos la marcha. Esta declaración de principios me pareció tan honesta, y a la vez tan cruda, que bajaba por el Paseo de las Delicias dándole vueltas a su significado.
A pesar de la juventud de esta pareja, me parece fantástico que, ante el panorama tan complicado que las generaciones presentes y futuras tienen en la sociedad, haya personas que tengan las cosas tan claras. Ahora bien ¿Por qué retrasar el propósito? ¿Por qué esperar cuando -quizás, debería ser ahora? ¿Y si el mañana no llega? ¿Y si se presenta, y se configura en contra de tus propósitos del ayer y te cambian la foto del futuro que diseñaste?
Volviendo al comentario de este chico, puedo entender que su sentencia expresa ese deseo de querer vivir el hoy, porque sabe que trabajar para el mañana, «lo que quiero en la vida», implicaría muchas horas de estudio, de trabajo, de dedicación, de tiempo que restar a ese paseo/cine/cena/fin de semana con su novia. Pero por otro lado, me viene el ramalazo generacional trasmitido por mis padres de «siembra ahora, que ya recogerás». Y en mi mochila personal, esto me ha funcionado. Pero quizás no sea la maleta que los jóvenes desean preparar para viajar a ese apasionante, pero difícil destino que es, mañana.